Hace ya mucho, mucho tiempo que se utilizaba para ligar la pregunta “¿estudias o trabajas?”, con la que se iniciaba una conversación que pretendía acabar más allá. Hoy ha caído en desuso, e incluso probablemente provoque la hilaridad de los más jóvenes. Y no sólo porque entre los jóvenes lo de tener trabajo se vea como una rareza sin igual, sino también porque han quedado muy lejos los modos simples y directos de relación entre las personas.
Hoy todos, jóvenes y quienes no lo somos tanto, vivimos pegados a un teléfono móvil, que, además, de lo que menos se usa es de teléfono. Y es que es constante la lluvia de mensajes que por todos los medios llegan al dichoso aparatito. Así, sea cual sea el sitio donde uno se encuentre, es inevitable oír el sonido del mensaje pendiente y las miradas directas o de reojo del dueño del dispositivo móvil. Nada se salva, ni teatro, ni clases, ni siquiera una conversación importante o interesante. De pronto, percibes como tu interlocutor comienza a echar miradas furtivas al móvil y, cuando menos te lo esperas, lo coge subrepticiamente y lo mira, excusándose con un “era urgente” si osas poner un gesto de reproche.
Y si de adolescentes se trata, la cosa se exacerba. No es inusual ver a varios muchachos reunidos que, en lugar de mirarse a la cara, miran al aparatito, con un movimiento frenético de sus pulgares que acabará provocando una tendinitis hoy, y una mutación genética en el futuro. De hecho, es fácil adivinar la edad de alguien por el modo de manejar el teclado: las jóvenes generaciones lo hacen con los pulgares y a toda velocidad, los más mayores, con el índice, y conforme es mayor la edad, aumenta la lentitud a la hora de teclear, al tiempo que la presbicia lleva a alejar el teléfono cada vez más, hasta el infinito y más allá.
Pero todos, o casi todos, caemos en ello. Por más que hasta hace no mucho juráramos y perjuráramos que no lo haríamos, por más que hubiéramos alardeado de no querer separarnos jamás de nuestro anterior móvil. Igual que hicimos tiempo atrás, cuando adquirimos un teléfono móvil pese a haber afirmado hasta la saciedad que nosotros no cometeríamos el error de vivir pendientes de un teléfono.
Y es que el animalito crea adicción. Casi sin darnos cuenta, nos vemos incluidos en varios grupos de WhatsApp, que suenan sin parar cada vez que uno de los usuarios se aburre y se dedica a contarnos los pormenores de su vida diaria: está nublado, el niño no ha dormido, mi jefe está pesado, me he puesto un vestido muy mono, estoy en la peluquería, me duele la cabeza… Y, por supuesto, con fotos, faltaría más, y aderezado de un montón de emoticonos que reducen aún más el nivel de la comunicación.
¿Un desastre? Pues depende de cómo se vea. Como todo, tiene su parte buena y mala, y, como todo, bien usado puede ser estupendo y, mal usado, una catástrofe. Pero tiene la ventaja de que te mantiene en contacto con personas con las que si no no lo estarías, que te comunicas de forma rápida y efectiva, y que es un instrumento apto para organizar cualquier cosa y, sobre todo, que permite hablar con varias personas a la vez. Pero es difícil no traspasar el límite, y usarlo el lugares donde no debiéramos o en momento totalmente inadecuados.
Lo bien cierto es que, a este paso, llegará el día en que, igual que a los niños en el colegio, a los mayores nos confisquen el móvil a la hora de entrar al trabajo –si es que tenemos la suerte de tenerlo-. Y que alguien nos pregunte :¿whatssappeas, o trabajas? Y no les digo más… tengo más de veinte mensajes pendientes en mi móvil.
Fuente:informavalencia.com
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